19 de mayo de 2011

Asesisato de una emperatriz

Ambos, el verdugo y la víctima, eran personajes literarios. Él, más vulgar, parecía salido de un folletón social de esos que contaban las innumerables desgracias de los pobres. Ella, mucho más compleja, era como la protagonista de una novela psicológica de las que diseccionan una personalidad atormentada.

Él se llamaba Luigi Lucheni y era el hijo sin padre conocido –quizá el señorito– de una pobre criada italiana. Para ocultar su vergüenza, su madre abandonó su ciudad y se fue al extranjero. Tuvo a su hijo en París y lo abandonó en un orfanato.

Fue por tanto un desarraigado desde su gestación. El orfanato le dio cierta instrucción, pero nunca pudo trabajar más que de jornalero, aunque lo hizo por media Europa. De forma natural abrazó la ideología internacionalista del anarquismo y asumió la militancia en la “propaganda por el hecho”. Dicho en claro, el asesinato indiscriminado de los poderosos que tenían explotados a los pobres.

Ella se llamaba Elizabeth von Wittelbasch, conocida por Sissi, y era emperatriz de Austria. Los Wittelbasch tenían un ramalazo de insania, su primo era el Rey Loco de Baviera. Sissi era tan desarraigada como Lucheni, jamás se había integrado en la Corte de Viena ni en la vida familiar con su conservador esposo, Francisco José de Austria.

Vagaba por el mundo presa de la melancolía. Decir que era anoréxica sería simplificar mucho, sometía a su cuerpo a una disciplina que más bien era un castigo, como si lo odiase. Tenía una belleza inquietante; ningún hombre podía escapar a su fascinación. Una tristeza infinita, justificada por las desgracias familiares; su único hijo varón se suicidó. Un carácter neurasténico y morboso; le gustaba visitar los manicomios.

El azar los unió en Ginebra un 10 de septiembre de 1898.

Lucheni trabajaba de peón en la construcción del edificio de Correos. Estaba fichado por la policía suiza, que sin embargo le consideraba “no peligroso”. Inmenso error. Un día se enteró de que estaba en Ginebra el duque de Orleans y decidió asesinarle.

El duque era uno de los pretendientes al trono de Francia, es decir, nadie, desde el punto de vista político. Pero para los propagandistas por el hecho cualquier miembro de la realeza, la aristocracia o la gente rica es reo de muerte.

Lucheni no tenía detrás organización alguna, ni medios propios. Ni siquiera podía procurarse un arma. Afiló una delgada lezna, se la echó al bolsillo y salió a buscar al duque de Orleans.

La emperatriz estaba en Ginebra sin escolta ni séquito, como acostumbraba. Se hospedó en el Hotel Beau Rivage, y esa mañana quiso hacer una excursión por el lago Leman al balneario de Territet. Salió al muelle de Mont Blanc seguida por una solitaria dama de honor, la condesa Sztaray. Nadie la reconoció, Sissi era maestra en mantener el incógnito.

Nadie excepto Lucheni. Los terroristas anarquistas eran devoradores del equivalente a la prensa del corazón, las revistas ilustradas y los ecos de sociedad, pues había que conocer al enemigo. ¡La emperatriz de Austria a su alcance! Se olvidaba del duque, Sissi aseguraba mayores titulares. Simuló un tropezón y le clavó la lezna en el corazón. Nadie se dio cuenta.

Sissi cayó al suelo, pero fue levantada por la condesa. “No ha sido nada”, tranquilizó a su dama, y embarcaron. Al poco le dio un desmayo a bordo. “No es nada, sólo el susto”, insistió. Pero cuando ya surcaron las aguas del Leman sintió un dolor agudo en el pecho.

La condesa le desabrochó el vestido y vio una mancha de sangre pequeña como una moneda. La herida parecía insignificante, la lezna le había penetrado justo en el ventrículo izquierdo, provocando una hemorragia ligerísima, la sangre caía gota a gota en el pericardio, provocando una lenta parada del corazón.

Sólo entonces se identificó ante el capitán del barco, que inmediatamente regresó a Ginebra. La llevaron a su hotel y murió una hora después, sin una queja. La muerte fue quizá una liberación para ella.

Lucheni, que sería condenado a cadena perpetua, al conocer en el juicio la personalidad de su víctima, dijo consternado: “Y yo que creía haber matado a una persona que vivía en una felicidad insolente”.

Luego se suicidó.


Fuente:
Historiarte

2 comentarios :

  1. Lucheni, como Angiolillo o Mateo Morral, pertenecían e esa casta de jóvenes desarraigados que abrazaron la causa anarquista que por aquellos tiempos solucionabanm las cosas cargándose al personal.
    Un saludo.

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  2. Muertes innecesarias, ambas!
    Un besote.
    Muy interesante. No me conocía los detalles.

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