Fu Pao, madre del Emperador Amarillo, Shuan-Yuan, vio grandes relámpagos circulando alrededor de la estrella Su de Bei-Don (la Osa Mayor) e iluminando todo el campo. Luego, quedó embarazada.
La imposibilidad de contemplar durante una tormenta la constelación mencionada, ubicada en el hemisferio norte, hace suponer que, en realidad, el autor se refiere a una aurora. Otro dato relevante es el vínculo que se creía que había entre las auroras y el nacimiento de niños, un mito compartido por la tribu siberiana de los chuvash. No obstante, la creencia más extendida entre los pueblos del norte, como los inuit, era suponer que los difuntos se hallaban presentes en las auroras.
Más al sur, los griegos creían que el dios Apolo se trasladaba cada invierno a una región septentrional llamada Hiperbórea y que allí se manifestaba en forma de aurora. Al margen del mito, es probable que Aristóteles (s. IV a.C.) observara una real en la propia Grecia, una zona de escasa actividad auroral. Con un espíritu ya científico, en su Meteorológica, el filósofo intentó dar una explicación a los coloridos destellos de las auroras. Según él, se producían por la colisión del vapor causado por el Sol con el fuego de este astro a la altura de la esfera sublunar (el espacio entre la Luna y la Tierra).
Busto de Aristóteles |
Más exacto fue en su descripción el sabio Plutarco (siglos I-II):
Durante setenta y cinco días se vio en el cielo un cuerpo ardiente de gran extensión, como una nube de fuego, que [...] se trasladaba con movimientos intrincados y regulares [...]. Las llamas de fuego eran llevadas en todas direcciones como estrellas fugaces.
Mientras, en la vecina Roma, sus habitantes asociaban el color rojizo de las auroras (el que suelen adoptar en latitudes mediterráneas) con actividades militares celestes. Así, cuenta Séneca que, durante el imperio de Tiberio, varias cohortes corrieron hacia la ciudad de Ostia al creer que había sido incendiada por la noche. Incluso la muerte de Julio César se relacionó con las figuras de caballeros e infantes que se dijo haber visto en unas auroras del año 44 a.C. Unas percepciones que Séneca, difusor de las tesis de Aristóteles, jamás compartió.
En el siglo XVI las auroras siguieron siendo fenómenos de difícil explicación. Debido a su infrecuente aparición en Europa central, se las consideraba un signo de mal agüero. Además, sus destellos rojizos suscitaban entre los creyentes oraciones y procesiones para mitigar un posible castigo divino. En la mayoría de los casos se intentaba comprenderlas a partir de explicaciones sobrenaturales. Por ejemplo, una aurora de 1560 vista cerca de Bamberg, en Alemania, se interpretó como chispas surgidas del choque de espadas en una batalla celeste. Y otra de diez años después en Kuttenberg, en la actual Chequia, como un conjunto de antorchas apoyadas sobre una nube estrellada. Los modelos fantasiosos, sin embargo, no durarían mucho tiempo más, gracias a los progresos en el conocimiento científico y en los instrumentos de observación.
Galileo Galilei acuñó el término aurora en un ensayo que publicó junto a un alumno suyo, Guiducci, en 1616. En él, tras describir la asombrosa iluminación del cielo septentrional, concluye: "formándose así para nosotros esta aurora boreal". Tres años más tarde ofreció una explicación, equivocada, sobre su naturaleza. Para Galileo las brillantes luces eran resultado del calentamiento del aire que rodeaba la Tierra y del reflejo de la luz solar sobre la atmósfera.
Tampoco acertó René Descartes, por las mismas fechas, en sus especulaciones sobre el proceso de formación de las auroras. El polifacético francés supuso que estas se debían a que una gran cantidad de "nubes de viento" colisionaban, colocaban el aire bajo presión y lo excitaban. Aunque tampoco descartó que fueran resultado del reflejo de la luz del Sol sobre cristales de hielo a gran altitud, una idea que se mantuvo durante siglos.
Fuente:
Mario García Bartual. Revista Historia y Vida número 534
Para saber más:
Aurora: The Northern Lights in Mythology, History and Science (en inglés)
Expediente Oculto - Ciudades perdidas: Hiperbórea
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