Las cóleras de Napoleón eran terribles. Cuando conoció el desastre de Bailén, que su hermano José I había huido de Madrid abandonando el país al enemigo, decidió venir a España cual rayo fulminante. En agosto comenzó a enviar tropas y cuando cruzó la frontera en noviembre disponía de un potentísimo ejército de 320.000 hombres. En toda la Historia de España jamás se había visto semejante fuerza militar, y además del número se trataba del mejor ejército de Europa. Los españoles habían juntado 150.000 voluntarios sin la formación y disciplina necesarias para la compleja táctica de la época. Sus jefes tampoco tenían experiencia, disputaban por el mando supremo y se empeñaban en librar batallas campales, cosechando estrepitosas derrotas: Gamonal, Espinosa de los Monteros, Tudela... En ninguna de esas acciones fue necesaria la intervención de Napoleón, que no olió la pólvora española hasta llegar, el 30 de noviembre, al paso de Somosierra, el último obstáculo natural que le cerraba el paso a Madrid.
Somosierra estaba defendida por 9.000 hombres y dieciséis cañones situados en las curvas de la carretera que serpentea hasta el puerto, a 1.444 metros de altitud. El grueso de la fuerza esperaba arriba. Napoleón traía 45.000 hombres, incluida la escogida caballería de la Guardia Imperial. Ordenó que la infantería flanquease el paso, pero como su ascensión era muy lenta, se impacientó y ordenó a la unidad que tenía más a mano, un escuadrón de Chevau-légers (caballería ligera) polacos de la Guardia en servicio de escolta junto al emperador, que se lanzara a la carga. Varios miembros de su Estado Mayor le advirtieron que aquello era imposible, lo que provocó un enfado monumental del emperador. “¡No conozco la palabra imposible! ¿Es que esos españoles, una banda de campesinos armados, van a detener a mi Guardia?”. La orden era en efecto suicida, pero Napoleón sabía lo que hacía, conocía perfectamente al enemigo, sabía que no eran auténticos soldados, sino voluntarios recién reclutados que se desconcertarían ante la perfecta disciplina de la Guardia Imperial. Los 150 jinetes polacos, con soberbios caballos y lujosos uniformes, formaron en columna de a cuatro y emprendieron el trote carretera arriba, indiferentes ante la lluvia de balas que cayó sobre ellos. Más de un tercio de ellos cayeron, incluidos los ocho oficiales que los mandaban, pero siguieron impasibles su marcha, como en un desfile.
Cuando los supervivientes alcanzaron lo alto del puerto, la infantería francesa aparecía también por las colinas de los lados, y los españoles, desmoralizados, se retiraron de Somosierra. Ya nada podía detener la marcha de Napoleón sobre Madrid. A primeros de diciembre sentó sus reales en el palacio del duque de Pastrana, en Chamartín. La población madrileña, mientras tanto, llevaba sólo una semana preparándose para detener al mejor general de la Historia. El marqués de Perales, alcalde de la villa, había alistado a la Milicia Honrada para defender la capital y puesto en marcha la fabricación de municiones en talleres improvisados. Esos esfuerzos de última hora parecían ridículos, y la frustración que el pueblo patriota sentía ante la previsible derrota le hizo buscar un chivo expiatorio.
Entrada de Napoleón en Madrid |
Una joven carnicera de rompe y rasga, que formaba parte de la nómina, al parecer extensa, de muchachas del pueblo seducidas y luego dejadas por el marqués de Perales, encontró forma de vengarse. Levantó el bulo de que Perales era un afrancesado y que estaba fabricando cartuchos con arena en vez de pólvora, para que no disparasen contra los franceses. Era tan absurda la historia que el populacho se la creyó. Una turba de revoltosos se reunió en la Puerta del Sol, sin que pudiera calmarlos el capitán general Morla desde el balcón de la Casa de Correos. Decidieron ir a la busca, o más bien a la caza del alcalde, al que encontraron en su palacio de la calle de la Magdalena. Allí mismo lo lincharon, y luego arrastraron su cadáver por las calles madrileñas. Esta vesania popular debió decidir a Morla. Aunque era un patriota, en cualquier momento podía ser señalado como afrancesado, y eso era una sentencia de muerte. Fue a parlamentar con Napoleón que, conocedor de la situación, lanzó un órdago y amenazó con fusilar a todos los defensores si no se rendían de inmediato. Napoleón no quería otra Zaragoza. La doble presión decidió a Morla, que firmó la Capitulación de Chamartín el 4 de diciembre. Napoleón pudo entrar en Madrid como dueño y señor, mientras que a Morla no le quedaría más remedio que pasar al servicio de José I, afrancesado por la fuerza de las circunstancias.
Napoleón dominaba el arte de impresionar a los adversarios con el panache, con la exhibición de fuerza militar, uniformes espléndidos, soldados de gran tipo... En su estancia en Madrid organizaba continuas paradas militares y se exhibía rodeado de un brillantísimo Estado Mayor. Pero además de esta función cara a la galería, el emperador se preocupó de dictar los decretos de Chamartín, que establecían medidas tan importantes como la abolición de la Inquisición y otras contra el poderío de la Iglesia. Eran sin duda un guiño hacia los liberales españoles, la cara de genuino progreso que representaba Napoleón frente al Antiguo Régimen.
Fuente:
http://www.historiarte.net
Tras el paso de Somosierra por las tropas napoleónicas muchos de los pueblos que estaban antes de Madrid como La Cabrera, Pedrezuela, Torrelaguna..., fueron arrasados y saqueados siendo muchos los daños en el patrimonio histórico sobre todo en Torrelaguna destrucción de murallas y saqueo de conventos e iglesias,
ResponderEliminarUn saludo.
Patriotismos aparte, creo que hicimos un mal negocio quedándonos con el felón.
ResponderEliminarUn saludo.