Durante tres años, centenares de científicos e ingenieros habían trabajado bajo el más estricto secreto en Los Alamos, en el desierto de Nuevo México, para construir la bomba atómica.
Los 12 miembros de la tripulación del Enola Gay, tras un año ensayando el lanzamiento de la bomba, volaron en su B-29 rumbo al Pacífico, a la isla de Tinian. Aislados de todo contacto con el exterior, aguardaron durante semanas a que llegaran las órdenes de la misión. Ocurrió poco antes del despegue. Entonces lo supieron: el objetivo era Hiroshima.
Poco antes del despegue, Tibbets le contó a Lewis el asunto de las cápsulas. Como respuesta, Lewis extrajo una caja de condones de su chaqueta de piloto. A Tibbets no le hizo ninguna gracia.Tibbets era un joven muy serio de 29 años, que veía en Lewis a «un donjuán, a un mujeriego, aunque reconozco que era un gran piloto». Al principio, los dos aviadores se convirtieron en estrechos amigos, unidos por la pasión de volar. Pero las arriesgadas locuras de Lewis, conocido como el Irlandés Indomable, provocaron que Tibbets, quien lo había seleccionado para la misión, le reprendiera en más de una ocasión. Al decir del jefe, «Bob tenía 24 años pero aparentaba 14. Rompía todas las reglas. Una vez tomó prestado un avión para acudir a una boda. Le gustaba la fiesta hasta el amanecer». El propio Lewis terminaría admitiendo que Tibbets tenía razón. «Es verdad. Pero al final, me dijo que seguía siendo el mejor piloto que tenía».
Ambos no se dirigieron la palabra durante el chequeo de instrumentos previo a la salida. Cuando el B-29 despegó, su peso era de 66.600 kg (incluyendo 31.500 litros de queroseno). «Recuerdo que Lewis estaba inquieto. Por eso no le dije que iba a mantener el avión sobre la pista para obtener la mayor velocidad posible», diría años después Tibbets.
Finalmente, el Enola Gay se elevó lentamente hacia el cielo nocturno. Varias horas más tarde se aproximaban a Hiroshima. Ninguno de los dos pilotos había intercambiado palabra. Lewis pasó el tiempo escribiendo en un cuaderno. Al final, Tibbets le preguntó qué demonios hacía. «Escribiendo mis memorias», fue la respuesta. «No puedes hacer eso», le dijo Tibbets. Lewis se encogió de hombros y continuó escribiendo.
Según su testimonio escrito, «un punto de luz purpúrea se expande hasta convertirse en una enorme y cegadora bola de fuego. La temperatura del núcleo es de 50 millones de grados. A bordo del avión, nadie dice nada. Casi podía saborear el fulgor de la explosión, tenía el sabor del plomo». «La cabina de vuelo se iluminó con una extraña luz. Era como asomarse al infierno. A continuación llegó la onda de choque, una masa de aire tan comprimida que parecía sólido». «Cuando la onda de choque alcanzó el avión, Tibbets y yo nos aferramos a los mandos. El Viejo toro nos llevó a la máxima altura. El hongo alcanza una milla de altura y su base es un caldero burbujeante, un hervidero de llamas. La ciudad debe de estar debajo de eso. Dios mío, ¿Qué hemos hecho?». Años después, Lewis me confesaría que en realidad sus primeras palabras fueron: «¡Guau, menudo pepinazo!».
Para Lewis la bomba «sólo fue otro trabajo más. Hicimos de este mundo un lugar más seguro. Desde entonces nadie ha osado lanzar otra bomba atómica. Desearía ser recordado como el hombre que contribuyó a hacerlo posible».
Fuente:
http://www.elmundo.es/cronica/2004/460/1092067836.html
http://actualcurioso.blogspot.com/2008/09/enola-gay-el-avion-de-la-muerte.html
Debió ser terrible: participar en una de las mayores matanzas de gente inocente de la historia. Hay que ser una mala bestia para bromear con la bomba y llamarla "little boy".
ResponderEliminarSaludos.
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