Elisa Bonaparte |
El 13 de enero de 1777 nació la cuarta de las hijas del matrimonio formado por Carlo Bonaparte, un acomodado abogado corso, y Letizia Ramolino. Libres de toda superstición, los padres quisieron llamar a la neófita Ana María, el mismo nombre que habían llevado las tres hermanas que la precedieron y que no habían logrado superar los primeros meses de vida. Para entonces el matrimonio ya tenía tres varones, José, Napoleón y Luciano. Fue precisamente este último quien, ante el temor de que tal nombre no deparara nada bueno para la pequeña, quiso llamarla Elisa, el apelativo con el que pasaría a la posteridad. Tras la pequeña Elisa nacieron Luis, Paulina, Carolina y Jerónimo.
Ana María/Elisa Bonaparte nació, pues, en una familia unida y pudiente de Ajaccio. Sin embargo, la prematura muerte del padre en 1785 acabó con la que había sido una vida plácida y sin sobresaltos. La situación económica de los Bonaparte cayó en picado, y su consolidada posición social se esfumó en el momento en que desaparecía el cabeza de familia. Letizia Ramolino se vio obligada a sacar adelante a sus ocho hijos, contando como único ingreso con el sueldo que los dos mayores, José y Napoleón, percibían como miembros del ejército.
La mayor de las hermanas Bonaparte siempre destacó por su inteligencia y su afición al estudio. De ahí que Carlo Bonaparte lograse que Elisa obtuviera una beca de estudios con la que ingresar en la Maison royale de Saint-Louis, un internado para jóvenes de origen noble pero con escasos recursos. Que Elisa fuera admitida en la institución ya sugería que la situación de la familia Bonaparte no era tan boyante como parecía.
Para la matriarca del clan Bonaparte debía ser un alivio que a la muerte de su esposo Elisa continuara en el centro. En primer lugar porque era una boca menos que alimentar, pero también porque sabía que la joven aprovecharía las enseñanzas que se impartían allí. Ello le abría la posibilidad de ejercer posteriormente como institutriz o maestra, y de esta forma aportaría un sueldo más a las arcas familiares. No obstante, en 1792, tras el estallido de la Revolución Francesa, la Asamblea Legislativa cerró la Maison y Elisa hubo de regresar a Ajaccio.
Los sueños de la matriarca de los Bonaparte no se cumplieron. Poco después de llegar Elisa a Córcega, en 1794, el líder nacionalista Pasquale Paoli, con apoyo británico, proclamó una efímera independencia de la isla. Dada la cada vez mayor notoriedad de Napoleón, se hizo recomendable que la familia Bonaparte saliera de la isla y se trasladara a la Francia continental. El destino elegido fue Marsella, donde se instalaron todos en 1795. Elisa, que ya contaba 18 años, conoció allí a un compatriota, Felice Pasquale Baciocchi, un militar miembro de una noble pero empobrecida estirpe de Córcega que servía a las órdenes de Napoleón.
Fue la primera vez que Elisa contrarió a su hermano. Bonaparte tenía serias dudas sobre el futuro de la pareja. Baciocchi no compartía el fervor revolucionario de su futuro cuñado y, a diferencia de este, era un hombre profundamente religioso. De ahí que, tras el matrimonio civil contraído en Marsella en 1797, quiera que la unión fuera bendecida por la Iglesia. El tiempo demostró que las reticencias de Napoleón eran infundadas. Elisa y Baciocchi formaron una pareja bien avenida de la que nacieron cinco hijos.
Felice Pasquale Baciocchi |
Los Bonaparte actuaban como un clan unido y compacto, siempre bajo las directrices de Napoleón y, aunque en la sombra, de Letizia Ramolino, que actuaba como el eje aglutinador de los hermanos. De ahí que Baciocchi fuera rápidamente promocionado en el ejército y trasladado a Córcega, que desde 1796 volvía a estar incorporada a Francia. Allí residieron los recién casados hasta que tres años después, tras el golpe de Estado del 18 de brumario y la proclamación de Napoleón como primer cónsul, fueron a París.
Se instalaron en un palacete ubicado en el 125 de la calle Miromesnil. Pero fue en casa de su hermano Luciano, al que estuvo siempre estrechamente unida, donde Elisa abrió un salón artístico y literario, en el que brilló como anfitriona y se ganó una justa fama de mujer culta.
Si Luciano confiaba en el talento artístico e intelectual de su hermana Elisa, Napoleón lo hacía en cuanto a su intuición política. Así lo demostró cuando, en marzo de 1805, tras la ocupación del antiguo principado de Piombino, le confió su gobierno. Para entonces Elisa ya ostentaba el rango de princesa imperial, un tratamiento que había recibido tras la proclamación del Imperio, y Baciocchi había sido ascendido a general de brigada. Apenas unos meses después, en junio del mismo año, se anexionó al territorio la antigua república de Lucca. Se proclamó así el principado de Piombino y Lucca, bajo la autoridad de Elisa y con Baciocchi como príncipe titular, si bien este dejó el gobierno en manos de su esposa.
Fue el propio Napoleón el encargado de redactar la Constitución del nuevo estado. En ella se instituía un Consejo de Estado para asistir a la princesa en el gobierno y un Senado legislativo del que Baciocchi formaba parte. A partir de este momento Elisa se hizo con las riendas del poder, demostrando una aguda perspicacia política y sobre todo volcando en sus directrices de gobierno su mentalidad de mujer ilustrada. La princesa llevó a cabo una acendrada defensa del progreso y del imperio de la razón, al tiempo que su talante revolucionario se manifestó en forma de medidas sociales, como la implantación de consultas médicas gratuitas para los más necesitados o una profunda reforma de la enseñanza. Paralelamente, Elisa creó el Institut Élisa, que recogía el testigo de la Maison royale de Saint-Louis con la pretensión de facilitar la formación de las jóvenes de familias nobles sin recursos.
En este mismo orden de cosas, en 1806 nacionalizó los bienes del clero y clausuró todos los conventos y monasterios, a excepción de los que ejercían como centros hospitalarios o de enseñanza. Para administrar su joven estado, Elisa supo rodearse de ministros de su confianza y sobradamente competentes.
Su tarea de gobierno se vio interrumpida en 1807, cuando el Gran Ducado de Toscana pasó a manos francesas. El gobernador impuesto por Napoleón, Abdallah Menou, un militar francés convertido al islam, demostró ser totalmente incapaz de llevar adelante el nuevo dominio imperial. De ahí que tras comprobar el éxito de las reformas llevadas a cabo en Lucca y Piombino, el emperador decidiera confiar el gobierno a Elisa. El 2 de abril de 1809 la nueva gran duquesa de Toscana hizo su entrada en Florencia, donde fue recibida con la frialdad más absoluta. El rechazo, compartido por la aristocracia y el pueblo, se incrementó cuando tomó sus primeras medidas de gobierno: nacionalizar los bienes del clero y cerrar aquellos conventos que no se dedicaran a la enseñanza o actuaran como hospitales. El descontento se acentuó cuando Napoleón decretó una subida de impuestos. A partir de ese momento, Elisa comprendió que en su nuevo destino no solo no iba a contar con el favor de sus súbditos, sino que su autoridad iba a estar siempre mediatizada por París y, por tanto, iba a carecer de toda posibilidad de iniciativa.
Desde entonces, pese a los intentos de Elisa de demostrar a su hermano que secundaba sus decisiones, la relación entre ambos fue cada vez más tirante. El Gran Corso parecía empeñado en recordar a Elisa en todo momento que de él emanaba su poder. La situación se prolongó hasta 1814, cuando el avance sobre Roma de las tropas napolitanas coaligadas contra el gobierno imperial obligó a Elisa a abandonar Toscana. La caída del Imperio fue el fin de su gobierno. Pasó sus últimos años en Trieste, ostentando el título de condesa de Compignano y volcada en sus intereses artísticos y culturales.
El fin de las responsabilidades de gobierno le permitió desempeñar de nuevo su papel de mecenas, esta vez mediante el patrocinio de diversas excavaciones arqueológicas en la zona. Pero no pudo ver cumplidas todas sus ambiciones. El 7 de agosto de 1820, un cáncer acabó con su vida cuando solo contaba 43 años de edad.
Fuente:
* María Pilar Queralt del Hierro, "La hermana lista de Napoleón". Historia y Vida nº 582, pág. 72-77
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