En 1766, el marqués de Esquilache huía dejando tras de sí una revuelta popular desencadenada por lo que se consideró un ataque a la dignidad nacional: la prohibición de portar capas y sombreros de ala ancha. En aquellos años la vestimenta era el caballo de batalla de los políticos que intentaban modernizar el aspecto de las ciudades, especialmente de la capital, Madrid. Se aplicaron medidas como el alumbrado público, la limpieza y los paseos y jardines. Frente a ellos se encontraban los partidarios de mantener la identidad ancestral española, incluida la forma de vestir tradicional del pueblo llano.
Pero tras la marcha de Esquilache el gobierno de Carlos III no renunció a sus planes de cambiar la vestimenta de los madrileños. En 1767 se inauguraron los jardines del Buen Retiro, un lugar para que la buena sociedad madrileña se paseara y relacionara. Y lo primero que se hizo fue fijar las normas de etiqueta. Los hombres debían ir bien peinados, «sin gorro, red ni montera». En cuanto a las mujeres «hasta la puerta del jardín podrán traer el manto o mantilla según les pareciere; pero para entrar tendrán que plegar, dejar allí, o ponérselas en sus bolsillos». Así pues, quedaba prohibido lucir en el nuevo jardín cualquier prenda o tocado propio del pueblo, y por ello considerado vulgar, como las redes para el pelo o la mantilla. En vez de ello, todos debían llevar «traje decente».
Con las palabras «traje decente», las autoridades se referían al «traje a la francesa», de uso generalizado en toda Europa. Se componía de una casaca o chaqueta, una chupa y un calzón, a lo que se sumaban accesorios característicos como la peluca, la corbata, el espadín, las medias y los zapatos con hebilla. La adopción de este atavío estaba relacionada con el nuevo estilo de vida que se desarrolló entre las clases acomodadas de las ciudades europeas en el siglo XVIII. Surgió entonces un moderno hombre urbano, que además de su actividad profesional llevaba una intensa vida social, asistiendo a espectáculos, bailes o reuniones de salón. Ello hacía que mostrara especial preocupación por su imagen personal, y en particular por el vestido.
Traje «a la francesa» |
La obsesión por estar siempre a la moda hizo que a estos jóvenes se los llamara despectivamente petimetres, del francés petit maître. El petimetre tenía un equivalente femenino, la petimetra. También se vestía a la francesa, con un vestido con grandes pliegues que se acompañaba con pequeños accesorios de lujo como relojes, cadenas y cajitas. Si petimetres y petimetras se identificaban con el gusto por lo francés o el afrancesamiento de sus apariencias y lenguaje, existían otros personajes que, por el contrario, encarnaban la autenticidad y los ideales nacionales: los majos.
Originalmente, el término majo hacía referencia a ciertos habitantes de los barrios populares de Madrid, dedicados a diversas profesiones artesanales: herreros, cerrajeros, curtidores... Denominados a veces también manolos o chisperos, se les identificaba por una particular forma de vestir, llena de colorido y que traslucía unas cualidades de gallardía y virilidad.
Los majos vestían jaqueta, o sea, una chaquetilla corta con pequeñas solapas y un cuello cerrado con tirilla y mangas estrechas e independientes que se decoraban con bullones o cintas. Era la prenda principal del atuendo masculino y se confeccionaba en tejidos comunes, como la bayeta o el paño, sobre los que se aplicaban hileras de botones como decoración. Debajo llevaban un chaleco que se decoraba con tirilla y que solía contar con delanteros en seda, que se contraponía al algodón con el que se confeccionaba la espalda. El calzón llegaba hasta debajo de la rodilla, lo que facilitaba el movimiento. Se caracterizaba por costuras decoradas con cintas o cordoncillos y se guarecía con unos bolsillos que se cerraban con una tapa. Entre sus accesorios característicos, uno de los más famosos era la faja que se usaba con el fin de ceñir la cintura y sujetar el calzón. Solía ser de lana, algodón o hilos de lienzo y en colores vivos como el rojo, mientras que en las fiestas se llevaba de seda y en colores más tenues como el malva, el gris o el amarillo. En lugar de corbata o corbatín, el majo usaba un pañuelo y en vez de peluca una característica redecilla o cofia, que cubría con un tocado llamado montera. Como prenda de abrigo la favorita era la capa: un sobretodo suelto y cortado en forma circular que llegaba hasta los tobillos.
Traje de majo |
El traje de las majas se componía de jubón ─que se adaptaba al cuerpo con unas aldetas decoradas como las mangas estrechas, las pegaduras de los hombros y la bocamanga con bordados y botones de plata afiligranada─ y un guardapiés o falda larga por el cual asomaban los tobillos y se adornaba con un delantal largo y estrecho. Este atuendo se completaba con una cofia, zapatos de tacón, un abanico y un pequeño bolso, llamado ridículo. Para salir a la calle solían añadir una falda y un velo, a menudo de color negro.
Majos y majas fascinaron a los literatos de la época, en particular a Ramón de la Cruz, que los hizo protagonistas de muchos de sus sainetes. Para él, eran un dechado del carácter nacional, «el españolísimo gremio». Además de los literatos, las clases altas empezaron a admirar el particular estilo de vestir de los majos, tanto que incluso se atrevieron a adoptarlo.
Fuente:
* Arianna Giorgi. Majos y petrimetres en el siglo XVIII. Historia National Geographic nº 161, pág. 28-31
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