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10 de noviembre de 2011

Los galos destruyen Roma

Mapa de los pueblos galos
El 390, año en que Dionisio I el Viejo, tirano de Siracusa atacó la Italia meridional, fue también nefasto para los romanos. Los celtas -galos-, procedentes del norte, avanzaban sobre Roma.

Los galos se habían establecido en la Francia actual, que los romanos llamaban por tal razón Galia Transalpina (Galia situada, desde el punto de vista romano, al otro lado de los Alpes). Otros celtas, tras franquear el canal de la Mancha, se habían instalado en las Islas Británicas. Y también habían penetrado en las ricas llanuras del Po, en la Galia Cisalpina (Galia de este lado de los Alpes, vista desde Roma), atraídos, dice Tito Livio, "por los hermosos frutos de Italia y sobre todo por el vino, que tanto les gustaba". Sin duda, estas tribus, todavía nómadas, necesitaban nuevos pastos.

Una numerosa oleada celta, después de atravesar la Galia Cisalpina, continuó en dirección sur. El ejército que salió de Roma a oponerse al enemigo se aterrorizó al notar la elevada talla y espantoso aspecto de los vigorosos guerreros galos. Los galos practicaban una técnica militar muy distinta a la usada por los romanos en sus escaramuzas vecinales. Nada amedrentaba tanto a los soldados romanos como aquel grito de guerra de los galos. Las legiones resistieron poco y el pánico fue pronto general, extendiéndose del ejército al pueblo. Vacilaba el orden social, nadie se sentía con fuerzas para conjurar el inminente desastre, ni había autoridad capaz de hacerse obedecer. Cada cual pensaba en salvar la vida como pudiera y casi todos los habitantes de la ciudad huyeron a los poblados vecinos.

Por suerte para los romanos, los bárbaros no aprovecharon en el acto esta situación, sino que perdieron el tiempo en saquear, decapitar a los enemigos caídos en la batalla y celebrar su rápida victoria con orgías. Así los romanos tuvieron tiempo para recuperar fuerzas.

Con los objetos preciosos que pudieron llevar, algunos valientes se concentraron en el Capitolio, ciudadela comparable a las acrópolis de las ciudades griegas. Sobre ese morro se estrellaría el ataque de los bárbaros.

En la ciudad sólo quedaron algunos venerables ancianos que, vestidos con sus mejores galas, ocuparon en el local del Senado sus sitiales, símbolo de sus cargos, preparados para el sacrificio que reconciliaría a Roma con los dioses. Al día siguiente, los galos penetraron en la ciudad y dice Tito Livio que quedaron asombrados ante aquellas figuras venerables:

"No sólo por sus ropajes y actitud sobrehumana, sino por la majestad que mostraban en su expresión y la gravedad de su rostro, semejaban dioses. Ante aquellos ancianos que parecían estatuas, los galos quedaron inmóviles. Según cuentan, uno de los galos acarició la barba a uno de estos romanos, Marco Papirio, que se la había dejado crecer según costumbre de la época; el anciano reprimió al bárbaro golpeándolo en la cabeza con un cetro de marfil. El golpe excitó la cólera del galo y fue la señal de una carnicería y matanza de todos los patricios en sus propias casas; no perdonaron a grandes ni pequeños, saquearon los edificios y, al hallarlos vacíos, les prendieron fuego."

El incendio de Roma llenó a todos de indignación. Los galos hicieron una tentativa alocada para asaltar el Capitolio y después pusieron sitio a la ciudadela. En una noche clara, algunos bravos guerreros trataron de sorprender a la guarnición encaramándose por una pared escarpada donde los romanos no tenían centinelas. Nada turbaba el silencio de la noche; hasta los perros permanecían callados. Pero, de pronto, los gansos sagrados de Juno comenzaron a graznar y a batir las alas, alboroto que salvó a los sitiados, pues despertó a Manlio, que tomó las armas y dio la voz de alarma. En aquel momento el primer galo alcanzaba la cima de la pared. Manlio lo golpeó tan fuerte con su escudo, que cayó al abismo arrastrando a varios compañeros. Sorprendidos, los otros galos dejaron las armas para aferrarse a la roca, de modo que los romanos dieron cuenta de ellos sin dificultad. "Los enemigos -dice Tito Livio- caían en el abismo como un alud." Los centinelas que se habían dormido durante la guardia, corrieron la misma suerte.


El hambre diezmó tanto a los de la ciudadela como a la horda de los galos; a éstos, amontonados en sus campamentos, les acometió la peste. La guarnición del Capitolio no tenía qué comer y la continua vigilancia extenuaba a los hombres. Después de un sitio de siete meses, los romanos estaban tan debilitados, que el solo peso de las armas los derrumbaba. Ofrecieron, pues, a los galos una suma de mil monedas de oro si levantaban el sitio. Los galos utilizaron pesas falsas para la evaluación de la cantidad; los romanos protestaron ante semejante engaño. El caudillo de los galos, encogiéndose de hombros, sacó su espada y la arrojó sobre la balanza, pronunciando estas palabras, intolerables para los romanos: "¡Ay de los vencidos!"

Seguían pesando aún el oro pactado, cuando apareció el dictador Camilo al frente de un ejército, aplastó a las tropas galas y entró en triunfo en la ciudad, siendo aclamado como el "segundo fundador de Roma". El título era merecido: gracias a él, sus conciudadanos no abandonaron la ciudad. Camilo dirigió varias veces más al ejército contra los enemigos de Roma. La victoria caminaba al paso de sus banderas. Elegido dictador por quinta y última vez a los ochenta años, una enfermedad le arrebató poco después la vida tras haber recibido cuatro veces los honores del triunfo. De todos modos, la leyenda embelleció la victoria de Camilo sobre los galos y su intervención para impedir que los romanos abandonaran la ciudad.

En cambio, el valiente Manlio no conoció estos honores tributados a Camilo. Aunque pertenecía a una familia patricia, se alistó con los plebeyos. Sintió primero simpatía por estos pobres compañeros de armas y después le irritó ver que los patricios ensalzaban en exceso a Camilo. Manlio, que no ocultaba sus sentimientos, fue citado por sospecha de provocar una rebelión de la plebe. El tribunal le infligió la misma sentencia antaño impuesta a los cabecillas Espurio Melio y Espurio Casio. Según la tradición, fue arrojado de lo alto de la roca Tarpeya: el mismo lugar donde había salvado a la guarnición del Capitolio.


Fuente:
Historia Universal de Roma, Tomo III - Carl Grimberg

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